
“Me llamo Cédric, tengo 51 años.
Llevé una vida bastante normal hasta los 36. Trabajaba como portero de un edificio, pero mi pareja falleció de un infarto. Una noche lo dejé todo: la llave en la cerradura, mi cuenta bancaria… Cogí el coche con lo justo para echar gasolina y me lancé a dar la vuelta a Francia. El sur me gustó, así que decidí instalarme allí: me presenté como portero en el Cap d’Agde. Después de seis años llamé a mi hermana para dar señales de vida. Mi madre miraba los periódicos con frecuencia para asegurarse de que seguía vivo.
Un día regresé a Nantes de improviso; mi madre y mi hermana lloraron al verme bajar del avión. Encontré un piso y un trabajo en limpieza, y mi novia del Cap d’Agde vino a reunirse conmigo. Volví a encontrar cierta estabilidad durante tres años, hasta que ella falleció por un cáncer de hígado y un tumor cerebral.
Fue entonces cuando llegaron las inundaciones de 2016. Vivía en un bajo y el agua me llegaba a la cintura. Me refugié una semana en casa de mi madre, pero no quería molestarla, así que empecé a dormir en los portales de los edificios: todavía conservaba mi llavero de portero. Me escondía, conseguía mantas y guardaba mis cosas en los armarios. Cuando la alcaldesa de Nantes consiguió que se declarara la zona en “catástrofe natural”, me indemnizaron.
Me ofrecieron vivienda social en los barrios de las afueras, pero yo había crecido allí y no quería volver a ver mi coche destrozado o escuchar disparos. El compañero de mi madre tenía siete furgonetas acondicionadas; le compré una. No tenía ducha, pero sí agua y placas eléctricas. Fue mi casa durante seis años. Como dentro estaba oscuro, sin ventanas, salía temprano cada mañana y volvía tarde. Estaba solo y necesitaba ver gente, así que participé en todas las rondas de calle y fui voluntario en varias asociaciones.
Un día pasé por delante de Lázaro y vi movimiento: era una Comida de la Amistad. Me invitaron a entrar. Desde entonces, volví muchas veces y hasta me llevaron de viaje con ellos. No me veía compartiendo piso, así que esperé a que abrieran los estudios. Cuando inauguraron la casa de estudios en septiembre, no lo dudé ni un segundo: no aguantaba más la oscuridad, es deprimente… Ahora tengo una habitación amplia con dos ventanas, ¡estoy feliz con mi elección!
Dicen que para tener un techo hace falta un trabajo, pero la realidad es que sin techo es muy difícil mantener un trabajo. Cuando fui al “Atelier des Deux Rives”, mi antiguo empleador de hace 15 años, para hacer una fotocopia de mis papeles, me recibieron diciendo: «¡Qué suerte, justo buscamos un responsable!». Se trataba de coordinar un equipo de limpieza de personas en reinserción: formarlas, acompañarlas. Empecé hace un mes y me hace un bien enorme volver a trabajar.
Mi proyecto es quedarme un año o dos, el tiempo de recuperarme, y después conseguir mi propio piso… ¡pero esta vez no en un bajo! En la calle uno da vueltas en círculo; en Lázaro, en cambio, es donde uno puede salir adelante. Aquí hay vida, hay una familia, hay niños… ¡es genial!”